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El anuncio de una gran inversión ferroviaria en Valladolid ha suscitado comprensibles comentarios a favor, pero también justos reclamos en otras capitales de provincia (León, ... Salamanca, Palencia), que se sienten perjudicadas hace tiempo por el abandono de las instituciones centrales. Y es que, aunque todos nos alegremos por cada euro que se destine al progreso de nuestra Comunidad, este mensaje de un ministro que presume de presupuesto para una estación –la próxima a su casa– no parece el mejor síntoma de calidad democrática.
Tampoco resulta muy edificante (no infunde sentimientos de piedad o virtud) la ausencia completa de sintonía con los proyectos municipales y la reivindicación del soterramiento, en línea con las ventajas que disfrutan otras grandes urbes españolas. Al presentar la idea como trasformación urbanística, se desprecian los principios de coordinación y colaboración entre administraciones, con el efecto de convertir en conflicto lo que debiera ser oportunidad, porque cada castellano o leonés comprende y acepta las razonables necesidades de los vallisoletanos.
La fijación de prioridades –qué se hace ahora y qué después- es sin duda parte del criterio de oportunidad que corresponde a un Gobierno, pero en esto como en todo lo demás de la Administración, la discrecionalidad no debe degenerar en arbitrariedad. Las urgencias y preferencias sobre a qué se debe destinar más dinero antes no deberían salir tan solo de un acuerdo del Consejo de Ministros, sino resultar de estudios concienzudos de necesidades y planes panorámicos que eviten los agravios comparativos.
Este tipo de anuncios, además, debieran evitar la jactancia y alharaca característica de la prepotencia en el uso del poder, pues sólo suscitan reacciones de rechazo y alimentan artificiales conflictos entre provincias. Ahora, más que nunca, Castilla y León debería ser una Comunidad autónoma unida en pos de objetivos comunes de desarrollo, con prioridades identificadas para que ninguna zona de su territorio perdiera el tren del futuro.
Las infraestructuras de transportes –autovías, ferrocarriles, aeropuertos– son y serán esenciales los próximos años, atraerán nuevas empresas y crearán empleos. Todos los sabemos. Por eso mismo, nunca nadie se opondrá con argumentos a más. Pero si criticaremos los menosprecios de territorios que llevan demasiado tiempo abandonados en la comparativa con el este de la península. El noroeste español sufre la despoblación a resultas de políticas sesgadas.
Y ahora este golpe de efecto suena demasiado al estilo caciquil del siglo XIX, cuando tal forma de proceder se consideraba normal (y ocurrían otras cosas hoy censurables). Con estos modos, no es extraño que España esté retrocediendo en todos los rankings contra la corrupción, perdiendo niveles de calidad de gobierno (según índices europeos elaborados por universidades e instituciones independientes) y transmita una imagen internacional impropia de un Estado de Derecho.
Me encantaría ver una foto en la que el presidente de la Junta, el Ministro y varios alcaldes anunciaran múltiples inversiones pendientes, satisfechos todos por acuerdos necesarios para los ciudadanos. Disfrutaría comprobando que hacen con nuestro dinero lo que todos precisamos, no lo que a cada uno se le ocurre (barrer para casa). Y ya puestos, copio a Martin Luther King: I have a Dream.
El sueño es una clase política no clientelista, ni fatua, ni arrogante, ni tan decidida a llevarnos por la senda desesperada de la abstención. La demanda es que todas las provincias se sientan atendidas es sus legítimas reclamaciones, con un reparto equitativo de inversiones, sin redundancias (café para todos). El ideal sería que los ministros se coordinaran con la Junta y los ayuntamientos, ya fueran de un signo partidista o del contrario. Y el triunfo, lograr que sean bienvenidas las inversiones en Valladolid (sin duda las merece por tantas razones), igual que León, Burgos, Salamanca, Palencia, Segovia, Ávila, Zamora y Soria.
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