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El populismo está de moda. La grandilocuencia de la política está de moda. El autoritarismo definitivamente está de moda. Los rostros más oscuros del poder, ... cien años después de la locura colectiva de Hitler y Stalin. Nostalgias peligrosas.
La semana trágica de los aranceles se cierra con la incógnita de hasta dónde la violencia comercial va a ser lesiva para unos o para otros, desde Canadá y México (ayer los primeros y hoy los últimos en ser agredidos) hasta la Unión Europea, donde no hay día que el odio de Trump y sus trumpeteros no se manifieste. Conseguir la fórmula del rearmarse y el reorganizarse comercialmente sin rebajar (más) la calidad del estado de bienestar no es fácil para los europeos. Pero tampoco ha de resultar necesariamente un soplar y sorber al mismo tiempo. Ausente el Reino Unido, más pendiente de su propia supervivencia que de otra cosa, la única respuesta posible está en la unidad de acción entre Francia, Alemania, Italia y España, a la cabeza del resto de los socios europeos, incluido alguno, como la Hungría de Orban, en evidente estado de descomposición.
Con todo, y como nos van diciendo uno tras otro los indicadores económicos, el verdadero damnificado de esta operación kafkiana no va a ser otro que el propio pueblo estadounidense. Ya lo está siendo. «El populismo ama tanto a los pobres que los multiplica», decía el argentino Mariano Grondona refiriéndose a Perón. Y este parece ser el primer efecto multiplicador de la acción 'política' de Trump. La multiplicación de los pobres y la competencia entre los ricos por la rapiña, que en la patria americana ya ha tenido su primera víctima: el insufrible Elon Musk. Mientras ciudadanos anónimos atentan en todo el mundo contra sus automóviles Tesla, la hasta ayer pareja cómica de Trump parece que se retira no sé si para rearmarse, como la UE, pero desde luego sí para reorganizarse ante los efectos dañinos de su confraternización con el presidente. Ese presidente que ha llegado a decir, por boca de su amigo y ahora estrambótico secretario de Comercio Howard Lutnik, que incluso una recesión mundial «valdría la pena», con tal de poner, según ellos, las cosas en su sitio.
Aprovechando el estado de confusión, otro aprendiz de tirano, en este caso más cercano a nosotros, sigue haciendo lo suyo para alimentar la devoción mundial por los autoritarismos. Sus particulares aranceles políticos han tenido esta semana un destinatario inusitado: las universidades privadas. Esas mismas en las que ha estudiado tanto él como alguno de sus trumpeteros más ilustres. Nada, en todo caso, tan grave como la acción política y mitinera de su todavía vicepresidenta primera, la también insufrible Montero, desafiando a los jueces a lo Maduro en su intento (vano, sospecho) de involucionar también a Andalucía. No se entiende tanta rabia, tanto rencor y tanto desprecio por la democracia y el decoro político. O sí, en un país donde 'El odio', la novela autocensurada sobre la maldad del monstruo José Bretón, se vende ya en el mercado negro por setecientos euros.
Sin darse cuenta del oxímoron, tan contradictorio como la posibilidad de un círculo cuadrado, los expertos ya empiezan a hablar, para definir a personajes como estos, de un auge sin precedentes del 'autoritarismo democrático'. Ése que, con el pretexto de la victoria en las urnas o, en su defecto, de las aritméticas parlamentarias, alimenta cada día más el caudillismo de los caudillos. Pero tal vez lo que pide la democracia, hoy más que nunca, es dejarse de memeces y llamar al pan, pan y al vino, vino. Y pedirle a la mujer o a la abanderada del césar, y sobre todo al propio césar, que además de ser demócratas lo parezcan, como decía Cicerón. Lo mismo en España que en los Estados Unidos de América. ¿Quiénes se creen que somos?
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